LA ESPERA LLEGA A SU FIN


         Hace un par de meses mi madre nos confesó que le gustaría despedirse en persona de Nuestra Madre y Señora del Traspaso antes de que se la llevaran de nuevo para que pudieran afrontar la segunda parte de su restauración. Tenía algunas cosas que contarle.

Una vez elegido el día y aparcado el coche, nos dirigimos hacia la capilla y esa tarde noté que su andar presentaba un ritmo mas animado y risueño que el de costumbre, y pensé –equivocadamente-, que tendría prisas por ir a verla y volver temprano a la rutina de su casa.  

Al llegar a la puerta de la capilla, fue la primera en darse cuenta de que nuestra Virgen no aguardaba su marcha en el altar principal, y sin que nadie le dijera nada intuyó que el lugar que ocuparía en esos momentos sería uno alejado de focos y de miradas curiosas.

Una vez que se acercó hasta donde la Virgen reinaba, se topó de frente con una Madre despojada de alhajas, carente de corona o bordados y desprovista de maravillosas sayas, volviendo a descubrir a una Madre sencilla, sumisa y humilde, pero que no podía alejar de su rostro la aflicción que a cada instante le atravesaba el alma, comprendiendo y haciendo suyo aquel dolor que sólo conocen, sufren y padecen las madres.  

He de confesaros que pocas veces he visto a mi madre derrumbarse en publico ante las adversidades que se ha ido encontrando en su camino, puesto que los cimientos que albergan su carácter son peculiares, y los que la conocen saben que es una mujer fuerte, dura y tenaz, a la que no le queda otra que asumir el devenir de los días con una sonrisa en su rostro, pero la expresión que vi en su cara cuando clavó su mirada en la de mi Virgen, arrodillada y con las lagrimas bordeando sus labios, fue la de una madre que ya no puede mas, que ya no aguanta mas, que ya no soporta mas tanto sufrimiento; silenciosamente, rompió a llorar.

Por que aunque mi madre no haya asistido al calvario de ver morir a un Hijo en una cruz, reconozco que la vida que sus hijos le estamos dando de un tiempo a esta parte es un verdadero martirio que sobrelleva con resignación.

No lo dice pero se siente como una vela que se va desgastando poco a poco. Su luz sigue alumbrándonos, pero cada vez le cuesta mas trabajo encenderse por si sola. Sus arrugas cobijan muchas noches desveladas, muchos sollozos, muchos nervios, muchos miedos, muchas incertidumbres, muchas horas descontadas al reloj de la espera, muchos abrazos perdidos, muchos caminos desandados, muchas mejillas sonrojadas, muchas guantadas a dos manos, muchos besos no devueltos, muchas palabras tragadas por nuestro bien, muchas cicatrices secadas al aire, mucho orgullo abandonado a los pies de su persona, mucho cariño no demostrado.   

A veces me cuenta que  no entiende por que se le trata así, con esa falta de respeto gratuita, con esa exigencia, con ese reclamo, con ese egoísmo de creernos mejor que ella, con esa creencia de que como madre debe de estar a nuestro servicio las veinticuatro horas, y tengo que reconocer que yo tampoco lo entiendo y que me siento impotente ante tanto dolor callado, ante tanto asentimiento de madre, y cuando acaricio sus manos por la noche no sé como ayudarla a superar y a enfrentarse a tantos frentes abiertos que tiene, que tenemos.   

Dentro de unas horas la espera habrá terminado, y mis dos Madres volverán a verse las caras en la capilla. No sé lo que se dirán hoy, no se cómo se miraran, no sé cómo siguen latiendo esas arrugas, pero estoy seguro de que ambas esbozaran una sonrisa al buscarse entre la multitud.

Supongo que una dará las gracias por el aliento y por las fuerzas insufladas en la lejanía; la Otra le susurrará al oído que ya está aquí, que valla de vez en cuando a verla, que no desespere, y que no pierda nunca la esperanza.

Una de ellas me regaló la vida, y no se cómo agradecérselo. La otra ha vuelto a ella, y tengo muchas cosas que contarle. La espera ha llegado a su fin.

                                                                                                   Alberto Espinosa